Publicado en 20 de diciembre de 2017

Más que una anécdota, esta es la historia de uno de los funcionarios más queridos del museo.

Fue en 1973, cuando Raúl Araya tenía 13 años que comenzó a trabajar en la casa de Julio Broussain Campino, uno de los principales gestores del Museo de la Sociedad Arqueológica de Ovalle, fundado en 1963, a raíz de los hallazgos de un gran cementerio arqueológico encontrado en el Estadio de Ovalle.

En 1974, la Sociedad Arqueológica declaró que no podía mantener el museo, por tanto se inició su traspaso a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos y se nombró a Julio Broussain como director honorario, quién recibió una máquina de escribir Olympia, como primer bien inventariable del museo, ahora estatal. 

Raúl ya tenía 14 años cuando comenzó a complementar sus labores en la casa Broussain con la apertura, aseo y atención del museo por las tardes. El entusiasta señor Broussain, le transmitió su amor por los objetos arqueológicos y le enseñó una por una las piezas en exposición para que guiara al público visitante.

En 1978, con el traspaso efectivo del Museo Arqueológico a la Dibam, se nombra su primer director responsable: Rodrigo Iribarren Avilés, hijo de Jorge Iribarren Charlín, arqueólogo quien había sido director del Museo Arqueológico de La Serena. Raúl Araya continuó trabajando como funcionario del museo, ahora bajo el mando de Iribarren, pero sin contrato oficial.

Recién en 1980, la Dibam nombra para el Museo Arqueológico de Ovalle a tres nuevos integrantes, incrementando su personal con una secretaria (Deisy Farías Trujillo) y dos Auxiliares (Raúl Araya Vega y Guillermo Villar Villar), siendo ahora el joven Raúl contratado, luego de cinco años de trabajo en el museo.

Pasaron los años y seguía mejorando y avanzado el Museo Arqueológico, sumando nuevos funcionarios y exposiciones, pasando posteriormente a cambiar de nombre, al de Museo del Limarí, como se le conoce actualmente. En la década de 1990, Raúl fue capacitado en el sistema de registro de colecciones SUR, lo que le valió el ser nombrado como encargado de Registro de Colecciones (entre muchas de otras funciones).

Es así como, siendo testigos de muchos cambios, permanecen todavía en su cargo -37 años después-, los funcionarios Deisy Farías Trujillo, Guillermo Villar Villar y, por supuesto, Raúl Araya Vega, quien ha cumplido 42 años trabajando en el museo y comprometido con su labor.

Ahora, el mismo Raúl cuenta esta graciosa anécdota:

“Cacharros indígenas”

Ilustración Catalina Bu.
Ilustración Catalina Bu.

Era el año 1975, abril o mayo, cuando dos jóvenes estudiantes del Liceo de Niñas de Ovalle, entraron al Museo Arqueológico de Ovalle -así se llamaba en esos años lo que hoy es el Museo del Limarí-.

Hacía pocos meses (año 1974) que el Museo perteneciente a la Sociedad Arqueológica de Ovalle, había pasado a formar parte de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos.

El Museo se abría al público desde las 19:00 a las 21:00 horas; y el encargado de hacerlo era un joven estudiante del Instituto politécnico de Ovalle, quien desde el año 1974 trabajaba en la casa de la familia Broussain y que a contar de enero de 1975 alternaba su horario de estudios con su trabajo en la casa de la familia Broussain y la atención de público en el Museo por las noches.

Hacía pocos minutos que el Museo estaba abierto, cuando hicieron su ingreso dos jóvenes estudiantes; quienes después de saludar se dedicaron a abrir sus cuadernos y a mirar los objetos en exhibición. Recorrieron las salas del Museo y miraban detenidamente como buscando algo. Vez tras vez repitieron la acción de seguir mirando, hasta que finalmente exclamaron como dándose por perdidas: ¡Parece que aquí no hay!

El joven que estaba atendiendo el Museo (Raúl Araya, que tenía 15 años de edad) se acercó y les preguntó qué estaban buscando. Ellas respondieron que su profesora de arte les había solicitado ir a visitar el Museo y dibujar los “cacharros indígenas” que más les gustaran, pero por más que miraban, no veían ninguno.

Sorprendido por esto, el joven Raúl les indicó que ESOS objetos que estaban en la vitrina y que estaba mirando, correspondía a lo que ellas buscaban, era objetos pertenecientes a la cultura El Molle y a la cultura Diaguita.

En este punto, las jóvenes se miraron y se pusieron a reír al unísono. Muy extrañado, Raúl les preguntó por qué, a lo que ellas respondieron que cuando les pidieron que dibujaran “cacharros  indígenas”, ellas se imaginaron que eran automóviles viejos que tenían los indios, de modo que buscaban y miraban en las vitrinas, por si acaso encontraban allí un “cacharro” que los indios manejaran en su tiempo.

“Han pasado ya 42 años de esa extraña situación y aún me parece ver la risa de esas jóvenes estudiantes, buscando entre las vitrinas del museo, un viejo auto que los indios manejaban…”, recuerda Raúl entre risas también.

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