Publicado en 30 de junio de 2017

Una vez, el interior de la Biblioteca Nacional estuvo decorado con pequeñas casitas y placas que agradecían favores concedidos. Fue en 1995, cuando se organizó la exposición “La fe del pueblo” y la jefa del Archivo de Literatura Oral -de ese entonces-, Micaela Navarrete, quiso ilustrar la devoción popular instalando estructuras de madera con techo de lata envejecida, sin imagen alguna, pero acompañadas de tarros con flores secas y una bandeja metálica para encender velas. Animitas por los pasillos del primer piso.

“Lo sorprendente es que la gente se persignaba sin preguntar si había muerto alguien. Solo lo hacían por un alma. Y no solo eso: muchos empezaron a encender las velas ante la mirada atónita de los guardias. Teníamos que esperar a que se fueran y ahí las apagábamos. ¡No podíamos encender fuego al interior de la Biblioteca! Eso demuestra lo que provoca una animita”, recuerda Micaela Navarrete.

La historiadora, investigadora, difusora del patrimonio inmaterial y conservadora del Archivo de Literatura Oral, cree que las animitas son lejos una de las más interesantes expresiones del culto a los muertos del mundo popular, herencia de antiguos ritos mortuorios que, sin ser una exclusividad patrimonial chilena, destacan con distintos matices en países como Perú, Argentina, Grecia o Italia. En el caso nuestro, eso sí, llama la atención el masivo fervor. 

“Que sean tan masivas en Chile sí que es un misterio”, admite la experta, argumentando que quizá en parte pueda explicarse por el hecho de ser un país donde la cordillera nos encierra y empuja a conservar las tradiciones. O quizá las velatones que se organizaban en tiempos de dictadura, con velitas encendidas en todas las iglesias, haya influido en esta percepción de creer que así se está más cerca de Dios. 

No hay certezas, pero sí cree que las animitas han aumentado en número en los últimos años. Basta recorrer las carreteras de norte a sur para verlas siempre adornadas con flores, velas y objetos de recuerdo.

Mediadores ante Dios 

“Dios está más lejos. Por eso existen estos mediadores”, advierte Micaela Navarrete. Las animitas cumplen esa función. Un diálogo de tú a tú entre el devoto, que pide ayuda, y el difunto.

“Las obras, sobre todo las que se vinculan a la religiosidad folclórica, son una ventana hacia la divinidad”, añade Claudia Lira, doctora de filosofía con mención en teoría e historia del arte (Universidad de Chile), académica del Instituto de Estética de la PUC., e investigadora del Centro de Estudios Asiáticos.

Desde su experiencia, la animita es una producción simbólica de la cultura chilena. Si bien, explica, es un objeto tangible -que expresa una estética derivada en parte del catolicismo- también es patrimonio intangible, pues es ejemplo del modo chileno de relacionarse con la muerte y con los muertos; aunque también es el reflejo de una manera de pensar y sentir. La animita es un monumento para honrar a alguien que fallece de manera violenta. 

“De ahí que la animita como materialidad no solo cumpla el rol de anclar al alma en pena (por la muerte cruenta), apaciguándola, sino que también opera como la materialización del duelo. Es el lugar donde el deudo vuelve a recoger el último hálito de su ser querido, donde vuelve a recordarlo y honrarlo. Vuelve a quitarle la pena para que descanse en paz, reconectándose con el espacio que lo vio partir”, añade Claudia Lira.

Quizá lo más determinante sea el hecho de que el difunto no muere en casa y alguien busca reconocer ese lugar, incluso sin saber el nombre de esa persona. No siempre es la familia la encargada de levantar el pequeño templo, advierte Micaela Navarrete. 

Se quiere consignar el sitio donde se perdió la vida involuntariamente, salvo casos puntuales donde no se puede acceder, como por ejemplo, cuando hay accidentes en el mar (a Felipe Camiroaga le han levantado animitas en distintos cementerios) o cuando había fusilamientos al interior de las cárceles. 

Ejemplo de esto último, es el caso de Emile Dubois quien, a pesar de haber sido acusado de asesino en serie, provoca todavía gran devoción. Tanta, que la gente suele pasar primero a verlo a él, en el cementerio, y luego a sus difuntos. 

La historiadora se suma a la creencia popular que dice que, si una persona muere trágicamente, sea el criminal más grande, se redime al perder la vida involuntariamente; para la fe popular, esa alma se purifica. Pasa a ser un intercesor frente a Dios. 

De ahí que el chacal de Nahueltoro sea también animita. Mucha gente le va a rezar y le paga favores. “Se produce un diálogo de tú a tú con esa alma; ‘yo te pido que sanes a mi hija y te doy su muñeca favorita. O bien, otros regalan su título de universidad, el pasaporte, la trenza, acordeones, guitarras, lo más preciado con tal de demostrar el agradecimiento por el favor concedido”.

Existe la creencia, complementa Claudia Lira, que cuando alguien muere inesperadamente y de manera violenta, sin justicia por aquellos que le quitaron la vida, las ánimas no pueden descansar, vagan con tristeza merodeando el sitio de los restos, apareciéndose e incluso, asustando. 

La animita como objeto, es como el nuevo cuerpo, aunque también es un altar y oratorio. “Los rezos cumplen la función de limpiar el alma, de ayudarla a purgar aquello por lo que no alcanzó a arrepentirse y, al mismo tiempo, a purgar el dolor de la muerte misma, el sufrimiento que padeció, que no deja descansar”.

Imponerse en la modernidad

Si hay algo por lo que destacan las animitas es porque son únicas. “No se hacen en serie”, advierte Claudia Lira, aludiendo a un proyecto llevado a cabo por una empresa dedicada a la construcción de autopistas. Hace unos años, a raíz del ensanchamiento de una carretera, decidieron sacar y destruir todas las animitas del camino, ofreciendo instalar otras diseñadas por ellos mismos.

“Los empresarios trataron de buscar a los deudos, pensando que ellos las ponían, cuando en realidad las instala cualquiera, por lo tanto, casi nadie apareció. Es más, la gente empezó a robarse estas ‘animitas’ fabricadas en series para guardar el balón de gas.

Ahí se dieron cuenta que el respeto era para las animitas solamente. Quizá habría sido mejor haberlas sacado incluso con el pedazo de tierra donde alguien perdió la vida. La fe tiene que ver con el sitio donde la persona muere”, aclara Micaela Navarrete.

Para Claudia Lira, las animitas no son un fenómeno que se agote estéticamente. Hay algunas, por ejemplo, que tienen que ver con la profesión del individuo. Otras que son copias exactas de íconos religiosos. O bien, toman nuevas formas, como jardines o bici-animitas. 

La estética no deja de asombrarle a esta experta y en general a nadie, pues es creatividad y artesanía. “También sorprende que la base de su permanencia, transformación y extensión, a lo largo del país, exprese un culto tradicional a los muertos. Que resguarde un vínculo con aquellos que partieron y que materialice el duelo y el afecto, no solo en un objeto, sino en ciertas prácticas. 

Creo que no se ha dicho todo respecto de ellas, porque como fenómeno cultural que expresa la vitalidad de un ‘pueblo’, en este caso el chileno, expresa transformación y la estabilidad de lo tradicional”.

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