Publicado en 22 de enero de 2018

Comunidades originarias; diaguitas; mapuches; yaganes; Dibam;

El espíritu mapuche está en todo el Museo de Cañete, hoy llamado Museo Mapuche Juan Cayupi Huechicura. “Está la cultura viva”, admite su directora, Juana Paillalef. Un ejemplo de museo. 

Hasta este sitio se viene a conocer más de cerca a esta cultura, pero también llegan muchos para jugar palín, participar de las ceremonias de We tripantu, asistir a capacitaciones o aprender del antiguo diseño de los tejidos. Las puertas están abiertas para todos. Aunque no fue fácil. 

Recién en 2001, llegó Juana Paillalef para asumir la dirección de este museo y comenzaron a trabajar en un nuevo guion museográfico en conjunto con las comunidades mapuche

Muchos temas que venían desde la institucionalidad o desde la academia, advierte la directora, no eran comprendidos por estas comunidades, como la exhibición de restos humanos o la ubicación de ciertos objetos culturales que, en vez de estar adentro, debían permanecer afuera, en medio de la naturaleza. 

“Hemos avanzado bastante bien. Es que para las comunidades eso del museo, de acumular cosas antiguas, no existe. Y los muertos tienen que estar en las sepulturas, ¡no en las vitrinas! Los viejitos llegaban al museo y nos decían: ¡por qué tiene que haber museo si somos mapuche y estamos vivos!”, recuerda Juana Paillalef.

Hasta el día de hoy comunidades mapuche y museo siguen trabajando en conjunto, avanzando; sin embargo, a juicio de la directora, nada de esto habría sido posible si no hubiese existido la voluntad de poder ampliar la mirada de las instituciones, “no mantenerla sesgada con ese espejo de colonialismo, de imposición”. 

De ahí que este museo sea reconocido como un ejemplo a seguir. Es que esta experiencia no ha sido igual en el resto de las instituciones Dibam.

La primera vez que representantes de las comunidades mapuche entraron al Museo de Sitio Castillo de Niebla fue en 2016. “Ha sido el primer paso”, confiesa Jimena Jerez, encargada de Comunicación y Desarrollo Institucional de esta entidad. 

Gracias a un proyecto financiado por el Fondo para el Fortalecimiento del Desarrollo Institucional de Museos Regionales y Especializados (Fodim), pudieron llevar a cabo una mejora en la exhibición permanente llamada “Así vestían los antiguos”, probablemente la primera ventana que se abría para trabajar mancomunadamente. 

Hasta el museo llegaron tejedoras y representantes de las comunidades de Los Molinos, San Ignacio, Los Pellines, Las Minas, Bonifacio, Curiñanco y Pilolcura, además de adultos mayores, autoridades espirituales del territorio, de la Mesa de Salud Territorial y la asesora cultural del Centro de Salud Familiar, CESFAM Rural de Niebla. 

Algo inédito.

“Las comunidades mapuche organizadas no se vinculaban ni visitaban el museo, demostración de ello es que durante siete años se exhibieron unas figuras representantes de los mapuche que adolecían de total pertinencia cultural”, admite Jimena Jerez.

El proyecto Fodim “Así vestían los antiguos” permitió, entonces, que se les invitara formalmente al museo, para indicar cuáles contenidos museográficos deseaban mostrar de su cultura, qué diseños y prendas identificaban a las poblaciones lafkenche locales, encargándole a las artistas textiles y joyeros -reconocidos del territorio- la confección del vestuario, a cambio de un pago justo y merecido reconocimiento. 

Sin duda, ejemplo de lo que han comenzado a hacer en los museos y bibliotecas de Dibam. Un tipo de ‘transición’ de la que también se ha hecho parte Gonzalo Oyarzún, subdirector del Sistema Nacional de Bibliotecas Públicas, describe la realidad planteando una disyuntiva pues, si bien todos los chilenos tenemos sangre mapuche, todavía cuesta asumir esa multiculturalidad. 

Otro tema es, además, asimilarlo desde las organizaciones. "Muy distinto es cómo asumimos desde la política pública, pues, en la práctica se lleva a cabo cotidianamente, pero hacernos cargo es más complejo. Nos complicamos cuando tenemos que enfrentar al pueblo mapuche, aimara o pascuense; vigentes, con lengua y con presencia humana potente, pero, a la vez, nadie, se complica en la práctica”, puntualiza, destacando la labor llevada a cabo en diversas instituciones. 

Una de ellas, la Biblioteca Pública de Tirúa, a cargo de Dina Carripán. “Lleva más de 25 años y ha generado todo tipo de servicios para la comunidad, innovando, fue el primer servicio de préstamos de herramientas (replicado en otras bibliotecas), además de haber logrado fomentar la lectura en una comunidad pesquera y de haber levantado la biblioteca dos meses después que esta desapareció con el maremoto de 2010”, comenta Oyarzún.

(In)visibilización

El año pasado, Alberto Serrano, director Museo Antropológico Martín Gusinde ubicado en Puerto Williams, estrenó Tánana, documental que habla sobre un artesano yagan que decide volver a navegar el archipiélago del Cabo de Hornos. 

Muy comprometido con los habitantes de la zona donde trabaja, este sociólogo también tiene una postura crítica al hablar del respeto por las comunidades originarias. No solo porque muchos chilenos siguen creyendo que los yaganes son población extinta, sino porque sus imágenes en blanco y negro todavía se usan para decorar los pasillos de los centros comerciales. 

Ni hablar, dice, del no reconocimiento verdadero sobre la sabiduría de su territorio, de la no devolución de terrenos o de su nula mención en los currículos escolares.

“En nuestro caso, contamos con una vasta colección referida a la cultura yagan y las poblaciones canoeras de Tierra del Fuego. Este es el primer y lógico momento en donde comienza el proceso de visibilización, de puesta en valor de estos pueblos. Sin embargo, eso no es suficiente. De hecho, en muchos casos ha ocurrido lo contrario, que la misma patrimonialización de los objetos de los pueblos originarios, ha dado pie para el desarrollo de discursos que invisibilizan o extinguen a estas comunidades”, advierte.

En el Museo Antropológico Martín Gusinde han trabajado justamente con familias yaganes para lograr identificar a las personas que un día fotografió Martín Gusinde. 

Mujeres -en su mayoría- que han aportado con nuevas imágenes y con información de los retratados. A juicio de Serrano, el museo se debe a la comunidad en la cual está inserto, pues de otro modo todo lo que este conserva, pierde su valor patrimonial. 

Son las propias comunidades, añade, quienes más pueden aportar a la institución pues conocen los objetos que se resguardan. “En este sentido, el museo puede contribuir directamente con las comunidades, en una vuelta de mano a los conocimientos acerca de las colecciones, puesto que, si se realiza un genuino trabajo mancomunado, se puede documentar y registrar desde diferentes lógicas, muchos conocimientos que, luego, pueden ser de gran utilidad para las comunidades originarias”.

Un tipo de contribución que de a poco avanza al interior de Dibam y que ha servido para visibilizar a las comunidades originarias y para trabajar en conjunto. A juicio de Jimena Jerez, afortunadamente Dibam ha generado interesantes correcciones al respecto. “La renovación museográfica del Museo de Cañete es, sin duda, un modelo a seguir que todos admiramos, como así también el trabajo del Museo Regional de Magallanes, rescatando los archivos judiciales donde se documenta el genocidio de los pueblos australes por los grandes latifundistas; las múltiples investigaciones de los museos de la Araucanía y Ancud, que trabajan con la comunidad; el retiro de cuerpos humanos de las vitrinas, entre otros”.

La Ley Indígena, del año 1993, explica Jimena Jerez, fue un primer paso en el reconocimiento de la diversidad cultural y de los derechos que les son propios a los descendientes de los antiguos habitantes del territorio. 

También menciona el Convenio 169 de la OIT, cuyo artículo 31 es atingente al rol educativo de los museos: “Deberán adoptarse medidas de carácter educativo en todos los sectores de la comunidad nacional, y especialmente en los que estén en contacto más directo con los pueblos interesados, con objeto de eliminar los prejuicios que pudieran tener con respecto a esos pueblos. A tal fin, deberán hacerse esfuerzos por asegurar que los libros de Historia y demás material didáctico ofrezcan una descripción equitativa, exacta e instructiva de las sociedades y culturas de los pueblos interesados”.

Nutrirse mutuamente

El Año Nuevo Indígena se celebró en grande al interior del Museo de Limarí. Llegaron comunidades diaguitas, arqueólogos, especialistas en Etnohistoria y antropólogos interesados en los conocimientos sobre las culturas prehispánicas de la Región de Coquimbo. 

Una fiesta que fue coronada con la participación del Consejo de la Cultura y las Artes, quienes aprovecharon la ocasión para presentar la convocatoria al Sello Artesanía Indígena. En general, dice Gabriela Carmona, directora del Museo de Limarí, se registró una alta participación de representantes de pueblos originarios y se generó un debate en torno a la visión académica de los actuales diaguitas, de su cultura y la visión de pertenencia a un territorio contemporáneo, además de la reflexión en torno a su multiculturalidad.

No es lo único. Pensando en el proyecto de mejoramiento de la exhibición permanente, desarrollarán una consulta indígena para acoger las distintas opiniones e introducir modificaciones que mejoren la exposición. 

Ejercicio que también repetirán con el plan de educación, el cual se someterá a consulta para trabajar una línea específica en relación al vínculo del museo con los pueblos originarios.

Coincidiendo con la postura de Alberto Serrano, la directora de este museo valora el trabajo mancomunado, pues se hace evidente la necesidad mutua de acercamiento entre los museos y los pueblos originarios. 

“Los museos se nutren con el conocimiento de las comunidades originarias que nos pueden aportar un sinnúmero de experiencias, desde casos de usos actuales de utensilios que se encuentran desde la prehistoria, hasta aspectos de la sabiduría y cosmovisión indígena que se transmiten por vía oral; y, por otra parte, para las agrupaciones de pueblos originarios, el museo les sirve para encontrar aquellos vínculos con elementos y objetos que solo se encuentran en contextos arqueológicos y que los remiten a una época previa a la llegada de los españoles”, explica Carmona.

Las bibliotecas públicas también han comenzado a celebrar fiestas de pueblos originarios, tradiciones e incluso han puesto en valor su gastronomía. El año pasado, comenta Gonzalo Oyarzún, cinco bibliotecas de la Región de Coquimbo abrieron sus puertas para dar a conocer la cocina diaguita, inspirada en los alimentos nativos y documentada a partir de los restos encontrados en asentamientos arqueológicos. Se cocinó en las bibliotecas y, al calor del fuego, se produjo una conversación en torno a ciertas comidas que antes se preparaba en las casas.

Destaca, además, otras iniciativas, como la de la Biblioteca de Camiña, donde las indicaciones están escritas en aimara, justamente, pensando que la lengua es lo que más se ha perdido. “Las bibliotecas han hecho mucho, sobre todo en las regiones con población indígena importante, como Isla de Pascua o la Región de Tarapacá. Poetas, escritores y políticos de origen indígena han tenido siempre a las bibliotecas como un lugar donde moverse y poder confrontar ideas”, advierte el subdirector.

Otra biblioteca que lleva la delantera es la de Santiago. Según su directora, Marcela Valdés, han llevado a cabo desde un comienzo una política inclusiva que se ve reflejada, por ejemplo, en la señalética escrita en español y en mapudungun. 

Desde sus inicios, añade, la Biblioteca de Santiago ha realizado talleres y actividades culturales destinadas a difundir la cultura de los pueblos originarios, como Mapurbe o talleres de telar mapuche, además de cuentacuentos en lenguas originarias y que difunden historias o costumbres.

Museos necesarios

Reconociendo el sufrimiento histórico de los pueblos originarios, la antropóloga Jimena Jerez, cree que es un deber seguir incorporando a las comunidades vivas en los relatos museográficos, “un compromiso ético y legal del Estado chileno”. 

En ese compromiso avanza Dibam, algo de lo que también da cuenta Gabriela Carmona. Desde hace unas dos décadas, señala, los museos han experimentado profundos cambios, asumiendo una apertura hacia todas las miradas. Tal como ha ocurrido en muchas de las bibliotecas y museos mencionados, en el caso del Museo de Limarí, han ido más allá, adaptándose a la realidad del actual pueblo diaguita, quienes, a causa de procesos de migración, presentan un alto porcentaje de integrantes de origen mapuche y, en menor proporción, quechua y aimara. 

Es esa multiculturalidad la que está presente en el museo; en sus políticas de colecciones, educación, extensión y comunicaciones, de manera de poder establecer una retroalimentación constante con las agrupaciones de pueblos originarios del Limarí.

“Hoy, en día, los museos son democráticos, inclusivos y abiertos hacia nuevos tipos de públicos y se ha trabajado en conjunto con las comunidades indígenas para lograr un diálogo productivo y enriquecedor”, aclara Gabriela Carmona.

Una visión que, de a poco, empieza a ser compartida por algunos integrantes de comunidades originarias. Juana Paillalef reproduce las palabras de dos sabios mapuche: el primero reconoció la importancia de los museos a estas alturas de la historia, cuando muchos mapuche han tenido que irse a vivir a las ciudades y, con eso, han tenido que aprender otra lengua y cultura, en tanto el segundo admitió que participar en los museos era una oportunidad pues se trataba de una institución del Estado de los chilenos, “y si podemos intervenir y dejar nuestra palabra, nuestros nietos van a venir y nos van a ver con nuestros nombres y nuestras imágenes”.

Comunidades originarias; diaguitas; mapuches; yaganes; Dibam;
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